Aquí, donde se escucha el canto de las chicharras, todo se ha vuelto más joven, se ha detenido en el tiempo. Y es sólo cuestión de un segundo en los ojos, para la siesta/no siesta, el viento/no viento, la muerte/no muerte.
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Fue hasta la habitación y allí estaba, en la cama, su cuerpo. Paralizada, desde el umbral de la puerta principal, permaneció observándolo unos segundos. El viento del ventilador aún daba vida a sus ropas, moviéndolas al unísono de las sábanas que colgaban de la cama sin tocar el suelo. Luego de unos instantes, decidió entrar. Su cuerpo dormía, recostado sobre su lado izquierdo, por lo que procuró no hacer ruido y se sentó a su lado, dándole la espalda. Cerró los ojos y sintió el olor de su cuerpo, encerrado en aquella habitación, como si el tiempo no hubiera pasado. Tras abrirlos, notó frente a ella que ya no estaban allí las cortinas rojas de la ventana, que ahora eran otras, y giró su cabeza hacia él. La cama estaba vacía, blanca, casi tan blanca como las cortinas. Acarició la almohada y lo miró, quizás por última vez, hasta sentir el ahogo del silencio en su garganta. Giró nuevamente su cabeza, pero esta vez se observó a sí misma. Sintió la humedad en sus piernas, mientras sus ojos se cerraban nuevamente, devastados, y se acostó detrás de él y lo abrazó, mirándolo desde el umbral. Quizás también, como si fuera la última vez.
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